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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Sólo Underwood nos dice la verdad

4 de marzo de 2014

Todos recordamos al Caballero sin espada, el Señor Smith que iba a Washington, puro, como la mirada de James Stewart, a pedir que se hiciera un campamento para niños donde unos malvados iban a construir una presa. El guión no explicaba por qué diablos el campamento tiene que estar en la cuenca de un río. Ni que la presa daría de beber a decenas de miles de ciudadanos. Eso no importa. Lo relevante es la prístina intención de nuestro héroe. Como la que anima a los protagonistas de El ala oeste de la Casa Blanca. ¡Qué listos y qué buenos son todos ellos! ¿No dejaría el lector su destino, mansamente, en sus manos?

Hollywood ha representado muchas veces a ese buen político, que interpreta los genuinos deseos del pueblo, que por cierto nunca son que se construya un centro comercial, como los que llenan los espectadores que ven las pelis, ni la urbanización de un suburbio donde se ha refugiado el ciudadano americano desde el Rock and Roll. Para reforzar al héroe (¡villano!) siempre está el político malvado. Es quien interpone los intereses económicos de otros, de los que él es partícipe, a los deseos del hombre de la calle, que no pasan jamás porque haya un mayor progreso.

De algún modo el cine se ha cansado de mamonear con los políticos. Y un siglo después de su invención, empieza a retratarlos como son. Ahí Los idus de marzo, pongo por caso. Hoy el buen cine se hace como los novelones del XIX, por entregas, en series de televisión. Una de ellas ha llegado a pintar el Inocencio X del político. “¡Demasiado real!”. Tan real como Francis Underwood, el protagonista de House of Cards, Kevin Spacey en la cumbre de su carrera. Es un congresista con más reelecciones que los dedos de una mano, que se las sabe todas y que, en consecuencia, es un gran cínico.

Pero lo mollar del personaje es que en mitad de la acción, Underwood gira la cabeza, mira al espectador, y le confiesa lo que sabe, lo que piensa, lo que siente. Hay una secuencia en la que habla, en una Iglesia, con motivo de la muerte de una niña de nueve años. Sus padres entraron en el templo con la intención de denunciarle a él. Y Underwood no quiere obstáculos mientras surfea el poder. De modo que ofrece una homilía, pues eso es, que emocionaría al agnóstico más acendrado. Recuerda que El Libro nos enseña a confiar en Dios y a suspender nuestras apreciaciones, nuestros sentimientos, en momentos como este. “¿Qué es la fe si la abandonamos cuando se somete a la prueba más exigente?”. Y pone el ejemplo de su padre, a quien el destino le arrebató cuando sólo tenía 43 años, pleno de vida, de ilusiones, de sueños. Y entonces aparece el verdadero político explicando a la cámara que apenas conoció a su padre, que su madre le odiaba, y que carecía de sueños o ambiciones, pero que era perfecto para proclamar un panegírico.

Ah, si pudiéramos ver a nuestros políticos como a Underwood, intercalando sus verdaderos pensamientos con las palabras hipócritas, hueras, cínicas, de sus discursos. A lo mejor acabábamos admirando y respetando más a sus padres que a los Underwood.

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