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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Camboya: ‘matad niños, son enemigos del pueblo’

1975 se convirtió en el año cero. Era, según el discurso oficial de los jemeres rojos, nombre con el que se bautizó al PCK (Partido Comunista de Kampuchea), el inicio de una nueva era en la que se rompía con 2.000 años de historia. El ejército del dictador camboyano, el general Lon Nol, acababa de ser derrotado y se implantaba un nuevo régimen, basado sobre los pilares de la recuperación cultural tradicional, el agrarismo radical y la eliminación de la cultura urbana a la que consideraban profundamente burguesa y como tal, a eliminar.

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En abril de 1975, cuando el líder de los jemeres rojos se hizo con el poder, Pol Pot (cuyo nombre real era Saloth Sar), Camboya tenía 7,3 millones de habitantes. En enero de 1979, tras la supresión de su régimen, habían sido asesinados casi 2,5 millones, una tercera parte de la población.

Para ello se produjo un exterminio en masa de amplios sectores sociales en una política represiva comunista que establecía la pena de muerte para todos aquellos que fueran considerados enemigos del pueblo y que se aplicaba a toda la familia de éstos, incluidos los hijos independientemente de la edad que tuvieran.

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Pol Pot declaró que todo aquel que viviera en una ciudad sería considerado enemigo del nuevo Estado, a la vez que sentenciaba a muerte a quienes no se dedicasen a trabajos manuales. De esta manera los intelectuales, funcionarios, militares o artesanos fueron masacrados, en muchos casos previa tortura.

Quienes tenían la suerte de no entrar en las prisiones, los campos de reeducación o las comisarías, tampoco tenían ninguna facilidad. Las muertes por hambruna fueron también abundantes y se calculan en casi medio millón de fallecidos por esta causa en los tres años de dictadura jemer. Esto fue posible gracias a las nuevas medidas económicas dictadas: se prohibió el uso de la moneda –y del trueque, ya que al no existir propiedad privada no era posible-. El comercio, el mercado, las escuelas, la literatura, las manifestaciones artísticas y las religiones fueron proscritas en el nuevo modelo social impuesto a sangre y fuego por los seguidores de Pol Pot.

Para evitar las protestas extranjeras aisló al país. De esta manera pudo convertir las escuelas en cárceles y creó cientos de campos de exterminio (colectivizaciones las denominaba) a lo largo y ancho de Camboya.

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Especialmente dura fue la prisión de Toul Sleng –La colina de los árboles envenenados- bautizada por los lugareños como “el sitio en donde se entra pero no se sale” por su brutalidad y crueldad. Allí fueron ingresados más de 20.000 presos, de ellos solamente sobrevivieron 7. Las torturas y las palizas eran continuas. En ese lugar se decidió asesinar a los enemigos del Estado a base de brutales palizas, para no “malgastar municiones”. Solamente se empleaban balas para el exterminio de los bebés menores de un año, que eran lanzados al aire mientras que varios jemeres rojos hacían prácticas de tiro con ellos.

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Para los niños de entre 2 y 10 años se empleaba, en Toul Sleng y en otros campos similares, el denominado “árbol de los niños”. Era un tronco grueso contra el que los comunistas golpeaban la cabeza de los niños, agarrándolos de los pies, hasta matarlos.

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El antiguo campo de internamiento de Toul Sleng es hoy el Museo del Genocidio en Nom Pen. Un lugar en el que se recopilan los restos del terror comunista en Camboya. Allí, entre paneles con las fotografías de miles de víctimas, se pueden visitar las celdas de tortura, los lugares en los que eran literalmente comidos por las ratas y todo un recopilatorio de barras, cuerdas, cadenas y múltiples herramientas con las que los detenidos eran torturados durante horas y días.

En los patios y las inmediaciones del complejo se han conservado fosas comunes, o el árbol de los niños. Además se han habilitado grandes urnas de cristal en las que los visitantes pueden depositar los restos humanos o las pertenencias personales que siguen aflorando, casi 40 años después, desde el subsuelo plagado de víctimas.

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