«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Constantinopla o Estambul

12 de enero de 2015

El terrorismo, los guetos, las manifestaciones por la unidad -sin unidad ninguna-, y los discursos políticos sólo son capítulos de una novela de la que ya se ha escrito el final. De hecho, al parecer Houellebecq la ha escrito entera. 

Eric Zemmou -otro intelectual francés en la línea de Casandra- habla de una paulatina sustitución de los valores europeos, quizá no tanto por la pujanza de unos como por el abandono de los otros. El meteco -nos lo avisaba don Colacho- no hace concesiones al autóctono. Nos hallamos en mitad de este cambio profundo, y en buena parte de continente -o más bien mala- están cambiando desde la gastronomía hasta el nombre de las vacaciones escolares. Esconden los restos de cristiandad como quien borra la sangre de un crimen, febriles y apresurados. En Bélgica a las de Navidad les llaman de invierno, a las de Semana Santa de primavera, y el día de todos los Santos le llaman la festividad del otoño. Lo han hecho los socialistas francófonos, pero no por un ataque de paganismo laicista, sino para no molestar a la mayoría presentida, la musulmana. 

En España vamos más lentos, porque la presencia islámica es más breve. Pero a cambio tenemos el anticlericalismo patológico de la izquierda, que mientras no puedan quemarlas se conforman con sustituir las iglesias por mezquitas. No es exageración, en Córdoba están en ello. Y los pachones de Podemos anuncian que someterán las celebraciones de Pascua al voto popular, así que a lo mejor hay que ir adecentando los garajes y las catacumbas para celebrar la vigilia de resurrección de los próximos años.

Hace algún tiempo me contaba una amiga -y yo lo conté aquí-  una escena singular que había contemplado en su peluquería: entre las alabanzas de la profesional -que la peinaba casi con envidia- una joven se miraba guapísima al espejo, orgullosa de una cabellera de anuncio. Terminada la operación la chica se levanta y paga, y enseguida se cubre la cabeza con el hiyab, ocultando religiosamente el trabajo recién realizado. La peluquera se lamenta del gesto -en realidad está pretendiendo halagar aún más a la clienta-, y en voz alta afirma que es una pena que no luzca por la calle ese pelazo que acaba de esculpir. Entonces las demás señoras asienten y bisbisean, quizá porque así se resarcen un poco ante la belleza juvenil. Pero el murmullo de aprobación se convierte en un silencio de hielo ante la réplica de la chica musulmana: “Yo lo llevo porque quiero, pero tú lo llevarás por obligación”. Así, tal cual, oído en la peluquería- Y las señoras se quedaron mudas pensando en esa moda que viene, impuesta por la demografía en vez de por los estilistas, y miedosas, porque en esa forma tan distinta de vestir y tratar a la mujer se encarna una fricción muy visual de por qué Eurabia no es posible de forma pacífica. Que no se puede ser al mismo tiempo Constantinopla y Estambul.

 

 

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