«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

España berlanguiana

19 de noviembre de 2014

El futuro nuestro ya lo ha filmado Santiago Segura, la España torrentera dispuesta a contemplar en el parlamento debates entre un gallego cobardón, que parece el albacea tímido de una fortuna que los herederos se disputan a dentelladas, y el último groupie de Lenin, Pablo Iglesias II, tal y como me cuentan que sale en la última película de la serie. Segura, en buena parte -más grosero y más pueril- participa de la herencia de Berlanga, y lo berlanguiano es un esperpento coral, la caricatura personalizada de una muchedumbre, una sátira salpicada de ternura y, en definitiva, algo tan singular que merece que la Academia le haga caso a José Luis Borau e incluya la palabra en el diccionario.

Más allá de sus habilidades cinematográficas, Berlanga nos lega una visión muy afilada de lo nuestro, y en ocasiones vencemos la perplejidad que nos produce un telediario diciéndonos que parece una película suya, como si esa conclusión explicara el absurdo más patrio, la comicidad de lo sórdido, cierto fatalismo de carácter y el convencimiento de que las cosas están lo suficientemente mal como para empezar a reírse. 

Berlanguiana es la deriva chacha y paleta de la aristocracia -cuando la picaresca se ha instalado en los marquesados-, al igual que la corrupción transversal de la política -en todas las tramas hay jamones y lupanares-, o las astracanadas de una muchachita de provincias, que un día se despierta hecha ministra y le hace una ilusión bárbara, y le manda whatsups a las migas diciendo que ha cenado con Obama. Pero berlanguiano es, sobre todo, esa capacidad de retratar al hombre utilizando el caos de la multitud, cuando los esquemas sociales se resquebrajan y se desnudan al contactar unos con los otros y todos con la realidad.

También es berlanguiano el dibujo de una moral patricia que desaparece, encarnada -cómo no- en un hidalgo flaco y arruinado, o la piedad inocente y rústica del pueblo de Calabuch, y hasta el erotismo fetichista, donde se refugian las estéticas y sensibilidades más deformadas.

Berlanguiana es, en fin, una época entera de España, que empieza con la derrota del último afán colectivo -esa bienvenida triste a Mr. Marshall- y termina con el grito de Todos a la cárcel, como si no pudieran los españoles estar juntos en otro sitio, ahora que su idea nacional se ha convertido en una escopeta de feria.

 

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