«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Sosegaos

29 de octubre de 2013

Leer un libro, pasear, detenerse sin prisa junto a un parque infantil y observar los juegos de los niños; ver películas en blanco y negro, apagar la televisión, huir del ruido; bajarse del tiovivo alguna vez y prestar atención a las preguntas que sólo escuchamos en silencio; conversar con nosotros mismos, quien habla solo, espera hablarle a Dios un día. Leer otro libro, caminar sin ansiedad por llegar al destino, mirando a los lados y arriba, siempre arriba. Apartar de nosotros las voces acaloradas por lo inmediato. Sosegarse.

Yo quisiera haber visto al segundo rey Felipe en su despacho, sentado frente a los papeles que gobernaban el mundo, y escuchar de él la palabra que dicen dirigía a sus visitantes: sosegaos. Qué bueno ese poder que pide tranquilidad, sosiego, calma. Qué distinto al otro, al que aspira sólo a enardecernos, a lanzarnos los unos contra los otros, a cavar trincheras donde ellos nunca pernoctan, con el único objetivo de llenar de papelitos la cajita de cristal que les da el sustento. De nuestras úlceras, cobran. De la estridencia y el grito, del ruido y la furia se alimentan. No hacer caso. Sosegarse. Contemplar el espectáculo político con el escepticismo que otorga la derrota, encogiendo los hombros, dedicarse sólo a lo que importa. Coger otro libro. Leer las reflexiones tranquilas de Alvite o Carlos Esteban. Hacer punto –si se sabe–, ordenar la biblioteca o aprender a tocar el chelo; saludar al vecino que no saluda nunca y sonreír compasivo con su silencio. Odiar poquísimo, amar solamente lo que es lícito. Hacer una excursión sin ver museos. Buscar lecturas antiguas y revisitarlas, que también para Borges era más importante la segunda o la tercera vez. Recitar despacio poemas de los dos Machado sin establecer comparaciones injustísimas. Sosegarse, que como es curso electoral ya empieza la tormenta preparada, los mensajes diseñados para excitarnos, la catarata de noticias cocinadas, las trampas, los juegos amañados de tahúr, la venta de elixires de los charlatanes, la disputa atroz por los restos desabridos del banquete.

No ser muy místico, ni ascético, ni hipocondríaco, pero releer a los primeros para ahorrarse el ansiolítico. Mientras los demás discuten, detenerse otra vez junto al parque infantil, para entender mejor el deseo de Salinger de ser guardián entre el centeno. No envidiar la inocencia de los niños, pero acordarse que hace muchísimo también lo fuimos aunque nos parezca imposible imaginarlo. Buscar dentro de nosotros lo que pueda quedar de esa edad perdida, cuando no sabíamos lo que era la cochina política. Y sosegarse.

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