«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El cacique más votado

25 de marzo de 2015

Resulta inquietante comprobar el parecido de los últimos años con los de la Restauración monárquica de 1874, ese régimen de más de medio siglo que, con el pretexto de conseguir la deseada estabilidad tras el fracaso del sexenio democrático, no hizo sino consolidar un sistema de poder anticuado en toda Europa y que, si bien gozó de reconocimiento al principio, estaba condenado al fracaso debido a las fallas sísmicas sobre las que estaba construido.

Asentada sobre la conciliación de las grandes corrientes nacionales y la tenue incorporación de sectores populares que habían germinado como consecuencia de la revolución industrial; iniciada con un proceso constituyente convocado con base en la ley electoral de 1870 de sufragio universal; publicitada con una declaración de derechos tal que la Constitución democrática de 1869; e instituida con un parlamentarismo de apariencia anglosajona, la Restauración camufló durante años lo que realmente era: un sistema político basado en una carta otorgada por dos instituciones “históricas” y “preconstitucionales”: una monarquía cuasi absoluta e irresponsable y unas Cortes convertidas enseguida en censitarias que instituyeron un faccioso duopolio que se pudo mantener gracias a la corrupción y a la oligarquía, como tan clarividentemente denunció mi paisano Joaquín Costa, y cuyo funcionamiento estaba perfectamente sincronizado: en Madrid, el político de turno. En provincias, el gobernador civil. En comarcas y ayuntamientos, el cacique. Y si todavía no era suficiente para pervertir todas y cada una de las elecciones, allí estaban el capitán general y el obispo.

Obviamente, en el pecado llevaba la penitencia de su propia destrucción: una constitución interna que negaba la soberanía nacional; un diseño establecido desde arriba y sin contar con el pueblo; una monarquía que no quiso aceptar un cambio democrático del sistema; unos partidos hegemónicos que intentaron blindarse a toda costa; crisis económica; desprestigio internacional; revueltas obreras (indignados); amenazas nacionalistas; frustrado deseo popular de cambio; fragmentación y debilitación de los partidos de turno e intentos de reforma desde dentro (Romanones, Maura, Canalejas) que no supieron o quisieron asumir las nuevas demandas y reivindicaciones democráticas (regeneracionistas).

Desasosiega la comparación con la España actual cuyo máximo exponente es una Constitución que no garantiza la separación de poderes y una ley electoral que, tras las proclamas de libertad política y la ficción del sistema proporcional de listas, esconde un engaño que ha hecho posible el blindaje de su clase política. Hoy, al ver que el régimen hace aguas como lo hizo la Restauración, intenta construir, con el lodo generado, otro rompeolas en el océano de la Historia.

El último movimiento de Mariano Rajoy pretende ir en la misma dirección. La elección directa del alcalde es una máxima ineludible de la democracia por el acercamiento que supone en la relación mando/obediencia, por la verdadera representación de los votantes y el posterior control que genera, y por la sana separación que establece entre el que hace las leyes (las ordenanzas) y el que las ejecuta.

Pero Rajoy no desea implantar un sistema en virtud del cual los ciudadanos elijan directamente a su alcalde. Pues todo el poder que concentra hoy en sus manos, haciendo las listas, desaparecería automáticamente. Él desea disfrutar de alguna de sus consecuencias (es tan ingenuo que sigue confiando en que el PP será el partido más votado) pero sin hacer la más mínima concesión a la libertad política. Rajoy quiere que gobierne la lista, confeccionada desde las cúpulas, que resulte más votada. Ni representación, ni separación de poderes, ni acercamiento en la relación mando/obediencia, ni nada que se parezca a la regeneración democrática. Su propuesta sólo se sustenta en el interés puro de partido.

Si tuviéramos que resumir en un solo factor las causas que han provocado el desastre español, en términos de corrupción y de malversación del gasto público, no habría duda de que podríamos decir sin temor a equivocarnos que éste ha sido la creación de una clase política (casta la llaman quienes quieren imitarla) que vive al margen de la sociedad y que se encuentra perfectamente blindada. Y la herramienta legal que les aleja del ciudadano y que les blinda ante él es, precisamente, el sistema electoral, aquel que se subvirtió durante décadas en la Restauración para controlar el poder mientras se aparentaba normalidad. 

 

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