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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Destitución de Gómez y oligarquía

16 de febrero de 2015

A pesar de que la teoría de las élites ha ejercido mucha más influencia en el ámbito intelectual que en el político, su capacidad para observar, analizar e inducir el principio sociológico en virtud del cual en toda estructura social organizada existe una elite que controla la organización por encima de la mayoría que la sustenta, es digna de reconocimiento, por su realismo. Y en las cuestiones terrenales, el realismo debería ser una de las cualidades más apreciadas.

Deudora del gran Maquiavelo de los Discursos y basada en los estudios previos de Weber, la teoría de las élites comienza a conceptualizarse en las postrimerías del S. XIX a través de la obra de tres autores cuyos focos de atención se posaron en distintos ámbitos. Mosca concibió la “clase política” en las instituciones de gobierno, Pareto describió la “circulación de las élites” en la sociedad en general y Michels constató la “ley de hierro de la oligarquía” en los partidos y sindicatos. 

Una elite se gesta de acuerdo a dos formas; la aristocrática, producida directamente desde arriba y la democrática, de origen popular y cuyo elemento fundamental es el sistema electoral, concebido para canalizar acceso al poder de la sociedad civil aunque, de acuerdo a Schumpeter, lo que realmente produce es una competencia entre elites, especialmente en los modelos electorales en donde éstas cuentan con la posibilidad de eludir la voluntad del votante.

La clave para comprender esta teoría radica en la certeza de que en toda organización, ya sea pública o privada, la minoría dominante dispone siempre de una estructura y de unos recursos materiales que le permiten organizarse, mientras que la mayoría se encuentra siempre desorganizada. Al tratarse de un grupo reducido, puede conseguir aquello que es imposible para la mayoría: una estrategia de acción. Y como las elites se guían por la razón y la masa por el sentimiento, para conseguir su apoyo, la minoría no tiene más que aludir racionalmente al factor pasional de las masas.

Tras siglos de experiencia, no se necesitaban más pruebas, pero lo hemos vuelto a ver con el episodio de la destitución de Tomás Gómez. La cúpula nacional del PSOE, único partido de los no surgidos recientemente que presume de democracia interna, acaba de fulminar, sin más explicación que una encuesta de posibles resultados electorales, a su líder electo en Madrid.

El sentido común nos obliga a aceptar la teoría de las élites como axioma de la condición humana y a esforzarnos para hacerlo compatible con la democracia. Las elites existen y existirán. Y pensar que los sistemas puramente participativos eliminarían las estructuras organizativas en donde éstas germinan, es no haber salido todavía de la edad de la inocencia, como le ocurrió a Rousseau

Tan sólo se trata de sustraerles el poder endogámico que produce la organización interna, haciéndoles depender directamente de la mayoría, cuestión que, en los partidos, no se consigue simplemente con el procedimiento de primarias, por recomendable que éste sea.

El poder de las cúpulas de los partidos se debilita hasta el absoluto, cuando éstas no disponen de ningún mecanismo para impedir que cualquiera de sus afiliados se presente con garantías de éxito, no a unas primarias internas, sino directamente a unas elecciones. Y eso sólo se consigue reduciendo al máximo el tamaño del distrito electoral, de manera que el candidato no necesite el apoyo de una macro estructura para poder ganar unas elecciones, porque habría podido visitar y dirigirse personalmente a todos sus electores. Existe una fórmula, el sistema uninominal o de diputado de distrito, que refleja exactamente esta reivindicación.

El ejemplo del candidato disidente Olivier Falorni que le arrebató el escaño a Ségolène Royal, ex candidata a la presidencia de la República francesa y candidata oficial del Partido Socialista a la Asamblea Nacional por la misma circunscripción, que contaba con todo el apoyo del partido, es paradigmático.

¿A quién creen que se sometió Farloni en la Asamblea Nacional, a la disciplina impuesta por la elite que le negó la candidatura, o a los electores ante los que se presentó con un programa y de quienes obtuvo su acta de diputado?

Ésta es la gran diferencia existente entre nuestra partidocracia y la democracia gala. 

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