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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Jurar por Snoopy

12 de marzo de 2015

A menudo los analistas se cuestionan, en relación con un sistema político, quién manda, cómo se puede dirigir un gobierno más eficazmente, qué relaciones existen entre el poder y otras fuerzas, etc. Son preguntas que se plantean dentro del ámbito sociológico pero no corresponden a la esencia de lo político porque no van dirigidas a desentrañar la cuestión fundamental: el origen y la naturaleza del poder.

Resultaría mucho más interesante que sociólogos y politólogos dedicasen parte de su preciado tiempo a estudiar por qué existe el poder en todas las sociedades, por qué millones de personas obedecen los dictados de una sola o de muy pocas, y en qué está basada la fuerza de quien se hace obedecer, pues así se podrían comprender cuáles son, en definitiva, los mecanismos por los que se rige para intentar mejorarlos en beneficio de la sociedad.

Analizar lo político es analizar su fenomenología, es decir, la relación mando/obediencia, de acuerdo al clásico esquema de Julien Freund. Este presupuesto, al igual que el de público/privado y amigo/enemigo, se manifiesta como una relación de contrarios sin síntesis ni reconciliación. Es por eso que su dialéctica no es hegeliana, porque lo político, en el sentido abstracto, es una lucha entre antagonismos en la que resulta imposible suprimirlos sin eliminar al mismo tiempo su propio escenario. Y lo político, que es una esencia, no puede dejar de existir en el mundo humano.

El eterno problema de la política no radica en resistirse a la relación mando-obediencia, pues es imposible pensar en una política sin sus dos factores constitutivos, sino en edificar una óptima relación dialéctica entre ellos. La política, per se, no es democrática, autoritaria, oligárquica u oclocrática, no es liberal, ni nacionalista, ni socialista. Se convierte en ello en función de la relación mando/obediencia.

Aquí radica la cuestión. El poder, que es la base social del mando en tanto que se apoya en el estrato social hegemónico y que tiene como obsesión perpetuarse e incrementarse, nunca se deja dominar del todo. Pero gracias a la dialéctica mando/obediencia en la instauración del orden es posible institucionalizarlo.

La importancia del constitucionalismo se debe a que es a su través como se caracteriza la legitimidad del poder político, se regula su sucesión (elecciones, monarquía, etc.) y se controla su funcionamiento.

Nada de esto suele ser mencionado por los cientos de analistas que se aproximan constantemente a los medios de comunicación. Y sin embargo, es la clave para entender lo que ocurre en un sistema político. Por eso a casi nadie le extraña que la mayoría de las nuevas fuerzas políticas se contenten diciendo que cuando accedan al poder, éste se ejercerá de forma distinta hasta ahora, sin necesidad de transformar la relación mando/obediencia que caracteriza nuestro sistema. Como si su ADN fuera diferente al de quienes llevan gobernando sin control desde hace más de tres décadas. Su actitud es tan miserable, tan poco ambiciosa y tan oportunista que sus mensajes, tan viejos como la política, ofenden a la inteligencia.

Si el sistema actual ha permitido, aun admitiendo que también se hayan hecho cosas correctamente, una crisis política y económica sin precedentes, fruto de la corrupción y del despilfarro, ¿por qué hemos de contrainferir que los nuevos políticos vayan a cambiar las cosas si éstos pretenden actuar bajo el mismo régimen legal de poder? Es como echar vino nuevo en odres viejos.

Si existe algo en la política que se pueda presentar a los ciudadanos españoles como evidente, es el hecho de que sin una transformación del régimen de poder, de la relación de mando/obediencia no se conseguirán cambios sustanciales en los resultados.

Esa modificación del mando ha de producirse a través de una verdadera representación de la sociedad civil en el actual Parlamento de funcionarios de partido y un control mayor de sus representantes (diputados) y mandantes, pues al gobierno no se le elige para que nos represente, para eso están los diputados, sino para que nos mande de acuerdo, en teoría, a una legalidad y legitimidad democráticas.

Y eso sólo responde a la forma en que se eligen los representantes y mandantes y la forma en que se controla su poder. Es decir, depende de la si la ley electoral es representativa (diputado de distrito) o partidocrática (sistema de listas) y de la existencia de una auténtica separación de poderes. El resto es poesía constitucional.

Conviene estar muy atentos a qué fuerzas políticas juran por Snoopy que serán más buenos que sus predecesores, basando de nuevo la promesa en su propia moralidad, y quiénes proponen verdaderas reformas institucionales de modo que la libertad política, aquello que Benjamín Constant sabía que era la base para garantizar el resto de libertades, esté asegurada y pueda ejercer el control necesario al poder. Sólo así distinguiremos los programas honestos de reforma de la demagogia más abyecta.

 

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