«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El papa Francisco y el embajador gay francés

16 de abril de 2015

El actual rechazo del diplomático Laurent Stefanini como embajador francés ante la Santa Sede, además de una auténtica provocación que ya realizó Francia con Benedicto XVI en el año 2008, se arraiga en la pura estrategia política encaminada a conseguir mantenerse en el poder el actual gobierno francés. Tener como enemigo a la Iglesia, sobre todo en momentos de escasa popularidad como en los que se encuentra el Gobierno de François Hollande, suele reportar prestigio personal en una sociedad posmoralista y secularizada, hace fuerte a cualquier líder político en la oposición o incluso ayuda a consolidar un poder que parece malograrse.

Afirma Yourcenar en Alexis o el tratado del inútil combate, que las palabras traicionan al pensamiento y que la vida no es más que un secreto fisiológico. El papa Francisco dijo en alguna ocasión: “Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para criticarlo?”, y ahora parece acusar desde un elocuente silencio comprendido por todos como desaprobación y rechazo. Pero las palabras traicionan al pensamiento cuando éste sólo es ideología, cuando el mundo pretende desontologizar la persona y el sexo, convertirlo en una mera elección de conducta al margen de lo biológico, instaurar una cultura con orientaciones sexuales en la que cada uno elige lo que quiere ser, más allá de lo masculino y femenino, en el modo de configurar la vida humana, haciendo a la persona cada vez más vulnerable frente a quien ostenta el poder. Lo que hace el Papa es solamente recusar la legitimación de las uniones homosexuales por considerarla una discriminación mayor que la aceptación del embajador gay francés.

Fue Rousseau quien planteó la cuestión de la incompatibilidad entre la visión natural del orden como creación divina y la visión artificial del orden como creación humana, advirtiendo una permanente fuente de conflictos entre la legitimidad (una justicia conforme al orden natural), y la legalidad (una legislación emanada de la voluntad general), entre la naturaleza y el artificio, entre una moral proveniente de un objetivo orden creado y la moral determinada por el poder político. El objetivo era muy sencillo: la abolición de la independencia de la Iglesia. Ya se lamentaba de ello cuando entrevé que la auténtica separación de poderes no es la de Montesquieu, una distinción dentro del propio Estado, sino la de la auctoritas eclesiástica y la potestas política. Escribe: “vino Jesucristo a establecer sobre la tierra un reino espiritual, que, separando lo teológico de lo político, hizo que el Estado dejara de ser uno, causando divisiones internas que no han cesado jamás de agitar a los pueblos”.

El gobierno francés quiere trasladar la politización de la naturaleza al Vaticano, suprimir los conflictos que hay dentro del hombre y hacer de él un recurso a moldear, moralizándolo desde el Estado, erradicando la fe del espacio público y del mundo moral regido por la normatividad secular. Pero la Iglesia no está dispuesta a ser invadida por la “ideología de género” ni a ser cómplice del homosexualismo político, que sueña prosperar en el mismo ámbito eclesiástico y religioso. La Iglesia sigue siendo la institución más subversiva que existe frente al poder político, necesita reivindicar la naturaleza “política” de su fe si quiere resistir a la violencia del Estado. Domesticar a la Iglesia siempre será fácil cuando ésta abandone su propio modo de pensamiento, pero se convertirá en una empresa irrisoria si no abandona la fe, si no cede a los chantajes del poder político, si rechaza la adúltera identificación de la salvación política y la salvación religiosa.

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