Voy por la playa, ningún sitio mejor, a estas horas casi no hay nadie, es demasiado temprano para los primeros bañistas aunque pronto llegaran los surfistas con sus tablas, son espectáculo lleno de color y fuerza desafiando a la naturaleza. Hoy, a lo lejos, adivino algunos amantes a los que le ha sorprendido la salida del sol. Alejados del mar, se han resguardado de la humedad con besos y abrazos. También me acompañan involuntarios deportistas haciendo footing y un hombre delante de mí, camina junto a sus perro, le lanza una bola de tenis, y el animal va y viene sin descanso, feliz y motivado. Fiel. Yo camino, sin prisa, observando como derrapa por la arena, cogiendo la pelota con los dientes y como vuelve corriendo. A ratos desconecto de sus idas y venidas y me centro en mis pequeñas preocupaciones, en el desayuno que voy a prepararme, en si bajaré a la oficina o trabajaré desde casa, si debo pedir cita en la peluquería y que es imprescindible que no olvide ir a la tintorería para que por fin recoger mi ropa.
El viento juega con mi pelo y lo impregna de olor a mar, me revolotea alrededor y en el mar crea espumeantes olas. Es un día en el que las corrientes pueden ser peligrosas. Vuelvo a mirar a la flecha negra a cuatro patas que va y viene. Le brilla el pelo del sudor. De repente la pelota con la que juega se posa en el agua justo cuando las olas se retiran de la caricia a la orilla. Su juguete se adentra y el animal, comprometido con su amo, sigue el punto amarillo en el azul. Una racha cambiada de aire me hace cerrar los ojos para que no me entre la arena y al abrirlos veo al animal atrapado en la corriente sin poder salir. Su dueño le grita desconsolado desde la orilla. Sopeso rápido tirarme al agua cuando veo pasar a Mitch Buchannon con su salvavidas rojo. No hay de que preocuparse, es el mejor de los vigilantes de la playa. El perro se ha salvado.