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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

De Platero al burro Jaime, una visita a Burrolandia

Hace siglo y medio había en España más de un millón trescientos mil burros. Hoy, apenas quedan 50.000

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Romero bajó de su furgoneta, habló con el conductor del carromato en que viajaba ese pequeño burrito y, por cincuenta euros, salvó la vida del animal, que iba directo al matadero. Lo cogió en brazos y lo metió en su coche. Poco después el burrito desembarcaba en la que sería su casa, su refugio, durante el resto de su vida: había llegado a Burrolandia.

Con ese burro, al que llamé Jaime, viví momentos inolvidables. Yo creo que se dio cuenta de que le salvé la vida, porque se convirtió en mi guardián, como un perro. Donde yo iba, él me seguía; si me tumbaba a echar la siesta, se tumbaba a mi lado. Si se me acercaba algún otro animal, se ponía delante y me protegía. Me veía como su padre, su madre, su todo”. Dilfenio Romero, fundador y máximo responsable de Burrolandia -la sede física de la Asociación Amigos del Burro (AMIBURRO)- recuerda con nostalgia a aquel burrito al que, como a tantos otros llegados a su particular finca, regaló una jubilación dorada tras una vida de trabajo y, en muchos casos, maltrato.

El burro era, recuerda Romero, un habitual del paisaje rural en la España de nuestros abuelos. Animal de carga, compañero imprescindible del agricultor y hasta improvisado ingeniero de caminos – “en los pueblos se marcaban las carreteras con burros, llevándolos de un pueblo a otro y observando por qué camino volvían ellos. Ese era siempre el mejor para hacer la carretera”, explica Romero-, el burro comenzó a desaparecer con el éxodo rural y la modernización del campo. Del millón largo de asnos que poblaban España a mediados del XIX, a los apenas 50.000 de hoy. España se queda sin burros. Y eso es algo que Romero no está dispuesto a permitir. “Yo soy de un pueblo de Toledo, y crecí con el contacto diario con los burros. Para ir a por el agua, para trabajar en la huerta, para todo. Tanto contacto tuve con ellos que, cuando me he hecho mayor, les he devuelto algo de todo lo que ellos han hecho por nosotros”.

Creó Burrolandia él solo, ahora cuenta con la ayuda de decenas de voluntarios, padrinos y donantes que ayudan a mantener a los 43 burros que habitan el parque. Las jornadas de puertas abiertas de los domingos, con las pequeñas aportaciones voluntarias que hacen los visitantes, la barbacoa, la venta de jabones de leche de burra y los paseos en carromato contribuyen también al mantenimiento del centro. La fruta y la verdura que comen los animales, regalada por fruterías concienciadas con la causa. Pero lo que de verdad sostiene a Burrolandia es la pasión de su fundador y de quienes hoy le echan una mano. Entre todos han puesto en marcha la burroterapia, una actividad para niños con discapacidad que ayuda a los pequeños a relajarse e interactuar gracias al contacto con el burro, “seis o siete veces más inteligente que un caballo”, según puntualiza, orgulloso, Romero.

Venerables ancianos que ya no pueden trabajar, animales desahuciados que se han librado por los pelos del matadero y hasta burritos enfermos a los que hay que atender a diario, todos tienen cabida en Burrolandia, un parque modesto que rinde homenaje a ese compañero de fatigas de tantos trabajadores españoles.

 

Burrolandia: www.amiburro.es. En Tres Cantos (Madrid), celebra los domingos su jornada de puertas abiertas. 

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